Nos enseñaron a no involucrarnos. A no quedarnos demasiado tiempo junto a la cama, a no aprender el nombre del perro, a no saber qué música calma a esa mujer que respira como si el aire fuera una cuerda tirante. “Distancia profesional”, lo llamaron. Y yo lo intenté, como se intenta cualquier cosa que promete no doler.
Pero un día —siempre llega ese día— te sientas en la orilla de la cama y escuchas algo que no está en ningún monitor: la vida que late por fuera de la cifra. No es el EtCO₂ ni la SpO₂ ni el ritmo de la bomba; es una risa que se asoma cuando mencionas los crucigramas del domingo, es la foto de un trombón abollado en la mochila del nieto, es el miedo dicho bajito: “¿Voy a despertar?”. Y entonces descubres que la distancia no siempre es higiene; a veces es ausencia.
No es que la técnica deje de importar. Al contrario: la ternura sin pericia es deseo; la ternura con pericia es cuidado. Ajustar una válvula, asegurar el circuito, dejar la humidificación precisa, verificar alarmas: todo eso habla tanto de amor como de ciencia. Pero hay algo más, algo que no se enseña del todo: ver a la persona entera. Entender que detrás de cada máscara hay una biografía que pide un lugar en la toma de decisiones: “Hoy no, mañana sí”, “Mi hijo viene a verme”, “Me asusta el ruido del ventilador por la noche”.
He aprendido que el profesionalismo no es una muralla; es un puente con barandales. El puente sostiene y cuida los límites; los barandales son los protocolos, la trazabilidad, el consentimiento, la nota clínica limpia. Pero el puente también permite pasar: del dato al relato, del parámetro al propósito, del procedimiento a la persona. Y cuando eso sucede, el trabajo se llena de sentido: lo que hacemos con las manos por fin coincide con lo que sentimos en el pecho.
Un día cualquiera, después de la ronda, me encontré invitando a un paciente a tomar un café con su familia en el porche del hospital —un porche improvisado con dos sillas de plástico y un termo tibio—. Hablamos de perros traviesos, de rutas para correr, de un viaje que no alcanzó a suceder. Volví a la sala con una punzada difícil de nombrar: tristeza por su diagnóstico, asombro por su resiliencia. Me descubrí pensando: “En otro contexto, seríamos amigos”. Y no, no lo fuimos. Seguimos siendo paciente y terapeuta, como debe ser. Pero desde entonces su nombre ocupó un espacio distinto en la cabeza: ya no era el del caso complejo, sino el de una vida que me había sido confiada por un rato.
A quienes empiezan en terapia respiratoria —cientos, muchos muy jóvenes— quiero decirles esto con claridad: se puede tocar el corazón sin perder el pulso clínico. Se puede mirar a los ojos y, al mismo tiempo, mirar el monitor. Se puede preguntar por la nieta que toca el trombón y documentar con rigor el cambio de modo ventilatorio. Se puede agradecer un pequeño regalo y declinar lo que cruce un límite. Se puede cuidar sin confundir.
Porque cuidar no es solo ventilar, humidificar, aspirar, medir. Cuidar también es hacer espacio: para el silencio antes de una intubación, para la pausa de seguridad, para la segunda mirada que evita un error, para la risa que afloja un hombro tenso. Cuidar es recordar nombres y explicar despacio. Cuidar es decir “no sé” cuando haya que decirlo, y “estoy aquí” cuando no haya nada más que decir.
Si te preguntas dónde están los límites, piensa en esto:
• Tu cercanía es un medio, no un fin. Acompaña para comprender mejor y decidir mejor.
• Tu criterio va primero. Si el afecto nubla la indicación, vuelve al puente y sujétate de la baranda: evidencia, protocolo, equipo.
• Tu tiempo tiene forma. Quédate lo suficiente para que importe, no tanto como para romper la distancia que te permite cuidar bien.
• Tu voz pesa. Habla claro, toma consentimientos, registra limpio. La transparencia es la forma más profunda de respeto.
• Tu vida también cuenta. Cuídate. Duérmete. Pide relevo. Nadie respira por dos durante mucho tiempo sin cansarse.
Con los años entenderás que la objetividad en medicina nunca fue frialdad: fue fidelidad. Fidelidad a lo que sabemos y a quien tenemos enfrente. Fidelidad a un estándar que protege, a un equipo que sostiene, a una promesa silenciosa que hacemos cada mañana al ponernos la bata: haré el bien que pueda, con el mejor juicio que tenga, con toda la humanidad que me quepa.
Quizá alguna vez te regalen unas pantuflas tejidas para tu hija, o un truco de magia para tu hijo, o un dibujo torpe de un ventilador con ojos. No es un compromiso ni una deuda; es una forma de decir: “Te vi. Me viste. Gracias”. Y cuando vuelvas a casa tarde y alguien te pregunte por qué, podrás responder sin grandilocuencia: porque hoy respiramos con ellos un rato más.
No te pido que seas amigo de tus pacientes. Te pido algo más difícil y más hermoso: que seas humano con ellos, sin dejar de ser profesional. Que aprendas a sentir sin perder el compás. Que conviertas la técnica en un acto de ternura y la ternura en un acto seguro.
Al final del día, entre alarmas que suenan y parámetros que suben o bajan, tal vez lo único que de verdad permanece es esto: nos encontramos como personas. Y en ese encuentro, si cuidamos los barandales, la ciencia y el corazón respiran al mismo tiempo.